jueves, 18 de abril de 2013

¿Motoreta? ¿BH? ¿GAC?

Lo cierto es que ni recuerdo su denominación, ni sé cuál era exactamente este especímen reciclado que me encontré en el aparcabicis de mi centro de trabajo. Me quedé boquiabierto, como hipnotizado, en un viaje astral que me hizo verla de rojo, con su largo sillín forrado en escai (sky?, no creo; "símil-piel" de ahora) negro, y con su arco de respaldo. Recordé palizones de bicicleta entre amigos que aún conservo, pelándonos de frío o asándonos de calor en los helados y ardientes (respectivamente) inviernos y veranos andevaleños, explorando nuevos carriles, o pasando por enésima vez por otros de los que conocíamos cada bache, cada banco de arena, cada charco.

Puede que los últimos 70 y primeros 80 no marcasen un antes y un después en la historia de nada, pero mi vida y la de mi generación, la marcaron. De estos años salen siempre nuestros mejores recuerdos. Y artefactos como este son leyendas vivas para mí, y seguro que para aquellos amigos de siempre que leen esto ahora mismo. Chavales, fuimos grandes. Y felices. Incluso la mayoría de nosotros aún lo somos, a pesar de la panda de hijos e hijas de la gran puta que antes, como ahora, pretendían hundirnos en la miseria en beneficio propio. Hemos alcanzado el indudable mérito de ser héroes de clase media de principios del XXI.

Esta distinción, aunque nos importe un carajo, nos ha sido concedida por vía divina, porque hemos sido capaces de caernos setecientas cuarenta y ocho veces de cacharros como este (además de árboles, farolas, tapias, ventanas, caballos, burros, porterías y canastas, rocas, puentes, motos e incluso Dyane6 sin techo...). Caímos a todo tipo de velocidades y sobre todo tipo de terrenos; y aquí estamos, partiéndonos de risa cada vez que nos acordamos. Sin traumas ni gilipolleces que vayan más allá, a lo sumo, de rompernos piernas, brazos o pantalones, a los que continuaban la/s colleja/s de los padres cuando veían los efectos del aterrizaje forzoso... y los besuqueos y abrazos amorosos, también las lágrimas, cuando ya a solas nuestra madre manifestaba eso que tanto le caracterizaba. En fin, un deja-vu en toda regla. Maravilloso y eterno.