Se trata de unos cuantos pueblos sumergidos en un ondulante mar de olivos, que inspira tranquilidad, creo que por su regularidad y su aire puro, que huele a... nada. No huele a nada, a diferencia del aire que respiramos en Huelva, que unos días huele a mierda seca, otros a coliflor cocida, y otros a lo que huela, que tampoco se sabe muy bien a qué.
Iznájar está encima de un gran cerro, en medio de una península dentro del mayor embalse de Andalucía. El sitio es espectacular. Es una localidad en la que lo cotidiano es amable, sencillo y de regusto antiguo. Y con café bueno por todos los bares, cosa que, como todo el mundo sabe, es fundamental para relajarse de verdad.
Iznájar, desde la terraza
La casa que alquilamos junto con mi hermano (o como si lo fuera) Ilde, su mujer Elo y su hijo Pablo, casi nos brindó la oportunidad de olvidarnos durante unos días de la tralla que dan los/as mocosos/as, al estar sueltos como bichos libres en una terraza que podría rondar los 600 metros cuadrados, con columpios, mesa de pin-pon, zona de barbacoa (¡con botellero!) y plancha. Obviamente, Ilde y yo nos encargamos de probar a conciencia este último equipamiento. El consumo se acercó a las dos botellas de whisky, una de ron y, de memoria, seis u ocho litros de cerveza. Esto, unido a varios kilos de carne, chorizo rojo y criollo, panceta, y otros cuasi-estupefacientes, configuró una dieta de desintoxicación de la vida cotidiana y su estrés familiar y laboral que, al volver a casa, nos dejó un regusto melancólico que me hizo recordar la vuelta a casa cuando acababan las vacaciones de veinteañero.
El pueblo, en su parte alta, conserva la estructura morisca, de calles estrechas, castillo e iglesia del S. XVII de interior barroco, como muchas de la Sub-bética.
Nos encontramos una vistosa procesión el Domingo de Ramos. Sobre la borriquita de un Jesucristo local se fotografiarion mis hijas, bajo la vigilancia del propietario del vehículo, cuyo permiso de circulación no tenía límites de acceso.
Algunos días salimos de visita por los pueblos cercanos. Poco vistosos, hay que decirlo. Centrados en la actividad agrícola y, salvo Lucena, agrociudad de considerables dimensiones y más de 40.000 habitantes, un patrimonio histórico artístico importante y un centro urbano con mucha vida y maravillosas tascas dispensadoras de Montilla-Moriles, el resto no nos llamaron especialmente la atención.
Rute
El aceite de esta zona tampoco me sorprendió por su sabor. Lo noté falto de aroma, bastante neutro. Extraño, tratándose posiblemente del mayor olivar de Europa.
Lucena, barroca.
En Lucen, el teléfono de Ilde nos habló de un tal Restaurante El Valle, y su acierto justificó la pasta que cuesta el teléfono (suerte que fue un regalo). Milhojas de ternera con setas y salmorejo para "echar pa'bajo" el asunto. Inmejorable relación calidad precio.
Cabra, ciudad natal de Juan Valera
Total, que con el plan de estos ocho días, la vuelta fue un poco más triste de lo habitual, aunque con las baterías cargadas (no precisamente de litio), la rutina diaria se ha asumido con más capacidad y ganas.