Como siempre, el peor enemigo de casi todo. Y también como siempre, el compañero de vida, tan humano.
Hoy, jornada de huelga general, camino relajado por las calles de esta ciudad, y me voy entristeciendo. Veo gente que quiere abrir su negocio, y no puede porque alguien le ha fastidiado la cerradura. O empleados dentro del local con las luces apagadas, mirando a hurtadillas, por si viene alguien que les pueda complicar la mañana. O quitando una gran pegatina del escaparate, donde dice "cerrado por huelga general", obviamente contra la voluntad de su propietario. Todo esto se une a los comentarios de la gente, que si "no he ido porque había piquetes", o "porque no me fío, a ver si va a pasar algo".
El miedo en estas situaciones, tan propio de sociedades con tradición democrática corta, hace mucho daño al propósito de la huelga. Los que renunciamos voluntariamente a parte de nuestros derechos laborales para acceder a otros, por protestar, en un formato de los pocos que disponemos, perdemos, así, la fuerza de las ideas por las que nos sacrificamos. Y la única manera de que las huelgas sean más efectivas es que el miedo al daño que puedan causarme quienes hacen huelga, y defienden sus motivos de forma vehemente, no exista; que los piquetes informativos sólo informen; que las manifestaciones no atenten contra el que no se manifiesta.
Espero que sea cuestión de tiempo que se den estas circunstancias, porque de lo contrario, como me coincidan tres huelgas el mismo mes (por razones de las que, seguramente, participaré, conforme van las cosas), voy a tener que freir los huevos con saliva.
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