Ayer pasamos la mañana visitando el castillo. Lo más interesante, la panorámica de toda la ciudad, tanto hacia el mar como hacia el sur. La capilla más antigua de la ciudad, la de Santa Margarita, siglo XII, el salón central y el memorial de los diversos cuerpos militares a los caídos en las múltiples guerras, propias de la belicosidad necesaria para el mantenimiento de un imperio que duró, en términos políticos, hasta hace muy poco tiempo. Estos sitios de los memoriales por caídos en guerras siempre le hacen a uno meditar, aparte, por supesto, de ponerle lo pelos como escarpias. La historia funciona, en gran medida, a base de puntos de inflexión en los que las guerras juegan un papel clave, como punto de encuentro y de liberación de tensiones políticas y económicas, fundamentalmente. Que además orquestan grupos que se benefician directamente de ellas. Luego lee uno nombres y apellidos en lápidas, igual de hace mil años que de ayer noche. Muy pocos de estos muertos relacionados con las decisiones que desencadenan las guerras. En fin, lo de siempre.



El siestazo vespertino, como ya ni me acuerdo fue la última vez, precedió a un paseo por Holyrood Park, con vistas exteriores del palacio y Arthur's Seat, una montaña impresionante en medio de la ciudad, sobre la que pululan como hormiguitas los lugareños haciendo sus deportes y actividades físicas. Si yo viviera aquí, probablemente el sillón de Arturo estaría de mí hasta los tablones, de tanto patearlo y rodarlo.
Quedamos con Mercedes, Isidro y compañía para tomar algo en la milla. Estos se encontraban en Edimburgo por diversas razones, las más divertidas de las cuales, como siempre, son las de Isidro; que además se cuenta unas cosas que son para troncharse de risa, siempre que no me pasen a mí, claro.
Tras despedirnos, mai famili an mi nos fuimos a vagar un poco más, haciendo como que buscábamos un sitio para cenar. Es interesante que en los pubs, tabernas y garitos de beber y comer más atractivos, por menú y pintas (de cerveza y de aspecto), no dejan a entrar gente por debajo de los 18. Así, con las niñas no nos dejaban entrar. Intuimos que tiene que ver con la licencia de vender alcohol destilado, pero tampoco estamos seguros de ello. El peregrinar nos lleva, de casualidad, ante el escaparate de Elephant Cafe, donde a la autora de Harry Potter se le encendió la millonaria bombilla (seguramente tan millonaria como la de Alva Edison), y también acostumbraba a escribir sus innumerables secuelas, antes de que los paparazzi y la presión de la masa le impidieran continuar con sus costumbres. El sitio es agradable, y el comedor de dentro, con las vistas al castillo, precioso. Además, no es caro (bajo el referente británico, claro) ni demasiado malo en cuanto a comida (bajo el referente andaluz). Es gracioso ver a los turistas pasar al fondo, haciendo fotos, farfullando un hola qué tal y un gracias, en un inglés a menudo aún peor que el mío, y verlos salir treinta segundos después, con el trofeo en la tarjeta de memoria. La cara de una de las camareras cuando me descubre divertido, expresa el obvio "qué le vamos a hacer, esto es así todos los dias; y que no falte".
Esta mañana también me he levantado con ocho horas de sueño, como ayer, tras instalar un sistema tapaluz en las ventanas de nuestra habitación y la de las niñas. Esto de amanecer a las 5 de la mañana y de no conocerse por aquí el noble oficio de persianero/a, le obliga a uno a ponerse en los ojos lo que pille a mano, que suele ser uno de los calcetines desechados al acostarse (suerte que me los cambio tras la ducha nocturna... porque me lo pondría igualmente). A las niñas el invento tapaluz también les ha rentado, al menos una hora de sueño más. El invento, nada sofisticado, ha consistido en desmontar las cortinas del salón (¿dormirán estos bárbaros en el salón? ¿la esposa destinará al marido al salón, por sus ronquidos o ventosidades nocturnas?) y encajarlas en la parte superior de los soportes de antiguos tapaluces, que han debido jubilarse a estas alturas, porque no están trabajando. En fin, que estoy durmiendo tela.
Nos hemos ido directamente a visitar Holyrood Palace, residencia oficial de la reina cuando visita Edimburgo, y que es una vez al año, a principios de julio. De camino, me ha asaltado el mono de café, y nos hemos encajado en una especie de salón de casa local, comercializado, donde sirven desayunos y almuerzos con "cocina de aquí, de toda la vida". Me ha encantado. Lo vintage del sitio, con su gran ramalazo cursi y cateto (en plan, "esto ha sido así siempre y no me van a venir ahora los modernos con monsergas de marquetin"). Un nivel de detalle acojonante por todas partes, no sé muy bien si para que el cliente se sienta como en casa o para hacer que en mi casa quepan más clientes. Encantador. Como su camarera y cocinera mayores de 60. Y también su par de ayudantes, jóvenes, que parecían, por el trato, hija/o y/o sobrina/o de alguna de las anteriores. Confieso que entrar allí con las niñas me acojonó tanto como entrar subido en un elefante a una tienda de porcelana fina, de la de mil duros el plato. Pero bueno, el saldo tan sólo fue un chorreón de leche en el pañito de croché de la mesa y un chupetón al dispensador de la pimienta. Este sitio está en Canongate, a la altura del número 40 calculo, más o menos, algo más abajo de la residencia de veteranos de guerra, en la misma acera. Por si alguien quiere ir.
Bueno, lo del palacio ha sido una pasada. Construido en un parque de 250 has., cuidado como pudiera estarlo un bonsai por el encargado nipón del emperador correspondiente, con tres plantas y patio central; dos grandes torreones laterales, después de antiguas cocheras, caballerizas, etc. Una pasada. El lujo de la zona visitable es tan lujoso que apabulla. Techos, suelos, escaleras, tapices (he calculado alguno de ellos rondando los 50 m2), muebles... No es difícil imaginar el efecto que esta muestra de poder y simbología causaría entre el pueblo de los diversos siglos que han relacionado a poderosos y podidos (que en el caso de este palacio han sido, hasta ahora, cinco; siglos, digo). Detalles, del tipo que el rey que mandó construir semejante palacio a finales del siglo XVI ni siquiera llegó a habitarlo, porque estaba en otros, le da a uno la idea de qué iba el asunto. Un lujo obsceno, pero desde luego, bellísimo. Anejas al palacio, las deliciosas ruinas de una abadía gótica, cuya ausencia de techo y descarnada vejez no es de extrañar que inspirasen sinfonías a Mendelsoohn en el siglo XIX. Yo creo que los arquitectos medievales, y especialmente los que dedicaron sus vidas a las construcciones religiosas góticas, han sido hasta hoy los que mejor han sabido transmitir sentimientos a los observadores de sus obras.



Tras aprovisionarnos en el Lidl de Nicolson St., nos hemos ido a casa a descansar, hasta que la chica ha intentado afeitarse con la maquinilla que olvidé poner en la caja fuerte, para evitar este tipo de casos. Nada grave, un par de cortes poco profundos en el labio superior, la llorera y la sobredosis de cariño, que le ha curado todo. El plato posterior, de pollo asado, arroz y otras cuantas cosas y el yogur le han quitado los sentimentalismos.
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